28/3/10

MIRADA ÚLTIMA


Dulce corazón mío de súbito asaltado.
Ana Rossetti

 
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No hay tregua para el que espera el final. Mucho turba la verdad cuando el sentenciado cabalmente la conoce. Vivimos jugando inconscientes con la estela de la muerte mientras ella saltarina nos esquiva. Pero un día, cualquier día, nos la encontramos de frente por fin, con los brazos abiertos para nosotros y una expresión en el rostro fría y feroz que desconocíamos. Un a expresión cuchillo que se nos clava en lo profundo. La verdad de la muerte. Estoy escribiendo estas notas mientras aguardo mi primera sesión de quimioterapia. Ignoro cuándo, como vosotros, pero yo ya sé de qué final voy a morir. Probablemente. Muy probablemente. Como sé que ese cuándo no es ya un mañana impreciso sino un luego certero. Y no estoy dispuesto a engañaros diciendo que será lo que tenga que ser o que no os preocupéis por mí, que es ley de la naturaleza. No estoy dispuesto a mantener el tipo mientras se me desmorona la vida. Por eso he decidido hablar en estas páginas de lo que muchos de vosotros pensáis o sentís y ni os atrevéis a admitir que así es, a hablaros también de mi pequeña historia, de mis pesares y hasta de la nada futura en la que no acabo de creer. Tendréis que confiar en mi buena fe. No haya duda. Quizá porque en ello me va la vida, la otra vida, porque esta ya la tengo perdida. O casi.

Si os quiero hablar de tales cosas, cuando de ello sea capaz, no es porque me considere persona de especial interés, sino porque soy un ser humano como cada cual, que se despide de un mundo tan conocido por vosotros como por mí; así que el que lea lo escrito entenderá bien de qué le hablo y hasta podrá pensar que de sí mismo lo hago. Y, sobre todo, hablaré porque no me queda otra forma de permanecer aquí, si esta suerte que me amenaza se cumple en los plazos que la ciencia espera. Mis palabras y el que será cada vez más tenue, impreciso y opaco recuerdo en el pensamiendo de los que compartieron conmigo algún trozo de la historia que me explica y justifica.

La luz mortecina de la tarde lluviosa innunda de soledad esta inhóspita sala de espera. Suena a silencio hostil y a lejano murmullo, como si todo declinara, como un silbido suave en los oídos del que espera meditando. Y ahora ya no. Ni siquiera. Desaparecida esa triste luminaria, sustituida por la luz eléctrica, el aire se ha vuelto animal, quieto, cercano; entre la calidez del nido, el vacío de la amenaza y el olor dulzón y familiar de la sangre.
                                                                                                     M.T.C.C.


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